LECTURA N° 1 “Cocina y mestizaje en el Perú” Antonio Cisneros
Prof. Rosario Maldonado
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Se me pidió dar una charla sobre algún
tema cultural peruano. Sospecho que, dado mi honrado oficio de escritor, mis
generosos anfitriones tenían la mira puesta en esos menesteres de la
literatura. Sin embargo, y con su comprensiva anuencia, mi propuesta fue más
bien del género gastronómico. Al fin y al cabo, pocas manifestaciones
culturales de un pueblo son tan definitivas como aquellas que tienen que ver
con los platillos y el pan de cada día.
Claro
que no todas las cocinas tienen el mismo interés. No sé, por ejemplo, si las
cocinas de Burundi, Uruguay o Islandia ameriten siquiera una modesta charla. La
cocina peruana es particularmente rica y diversa. Este viejo país de sucesivas
civilizaciones precolombinas fue poblado o dominado, desde muy antiguo, por los
europeos, los criollos y los mestizos, sin dejar de lado por cierto, las
presencias africanas y las inmigraciones chinas y japonesas. En los temas de la
olla andas todos juntos y revueltos. Dueño además, dado su particular
territorio, de una de las mayores biodiversidades del planeta, ha podido
mantener originalidad, abundancia, variedad entre las mesas, —a lo largo de las
cuatro estaciones del año— y una fluida estirpe culinaria.
En
sus últimas ediciones, las prestigiosas guías francesas Michelin y Bleu señalan,
sin tapujos, a nuestro país como depositario de una de las cocinas más
interesantes de las tres Américas. Lo mismo ha hecho el New York Times en reiterados informes. Sin embargo, no hay que
olvidar que la alimentación sigue siendo un asunto cultural y los gustos
dependen, con demasiada frecuencia, de un cierto etnocentrismo. No caben
valores absolutos. Por ejemplo, los caracoles de tierra, constituyen un
refinamiento francés. Sin embargo, a muchos de nosotros pueden parecernos
repudiables si pensamos en esa suerte de baba insípida. Al mismo tiempo,
nuestro gusto y regusto por los cuyes o conejillos de Indias —roedores que, al
decir de su aspecto por lo menos, están más cerca de una rata que de un conejo—
pueden, con justicia, repugnar a los foráneos. Al respecto, recuerdo que,
cuando hace años era funcionario del entonces Consejo de la Universidad Peruana ,
tuve que agasajar (no con la mía, por
supuesto) a un grupo de científicos húngaros. En mi afán por deslumbrarlos los
invité al Suizo de la
Herradura (en aquel tiempo un magnífico restaurante de
pescados y frutos de mar). Me esmeré, sibarita, en pedir los platos más
exquisitos de camarones, cangrejos, pulpos y otras glorias de Dios. De sopetón,
vi la cara de horror de mis agasajados y recordé que Hungría no tenía los
menores tratos con el mar. Para estos científicos, el camarón no era otra cosa
que un alacrán, y el cangrejo, definitivamente, una terrible araña.
Esta charla
versa, o pretende versar, sobre el mestizaje y la comida en el Perú. Para ser
franco, se trata tan sólo de la aproximación curiosa de un poeta, de un modesto
cocinero y, sobre todo, de un amante de la buena mesa, por lo que les ruego su
indulgencia. Intencionalmente, he dejado de lado las cocinas estrictamente
regionales o demasiado exóticas y no he profundizado en los intríngulis de la
falta de proteínas o el exceso de colesterol;
ni siquiera he puesto el acento en el inevitable factor socioeconómico que,
como en todas las cosas de la vida, también tiene que ver con los edificantes
recovecos del yantar. En el mismo sentido, pido disculpas por no considerar en
esta charla el mundo de los postres. Mi tema es la comida, a secas.
En realidad, el
proceso de mestizaje, de algún modo, se inició en la cama y en la cocina. Los
conquistadores españoles juntaron sus almas y sus cuerpos con la población
original americana a través de los usos
del amor y del comer. Estimo que este es un buen punto de partida. Claro que
nuestro continente, más allá de los buenos deseos, no está hecho de una sola
pieza. Hay países como la
Argentina , por ejemplo, muy integrados y de formación
relativamente tardía, donde la inmigración europea fue masiva y, por lo tanto,
su base culinaria es el fruto de esa importación. Del otro lado, tenemos el
caso de México que, siendo también un país muy integrado, es más bien el
producto de la migración interior, y la base autóctona de su alimentación, presidida
por el omnipresente maíz, salta a la vista y, de refilón, al paladar.
Cuando nombramos
el término mestizaje, a menudo solemos pensar en dos partes, generalmente del
mismo calibre, del mismo peso, que reunidas crean una nueva entidad; ese
producto que viene del encuentro, ideal por cierto, de una suerte de mitad con
su otra mitad. Entonces nos viene a la memoria la imagen del templo de los
dominicos construido sobre los muros del Koricancha en el Cusco. Más a menudo
aún, asociamos el mestizaje a sus aspectos técnicos e inmediatamente aparece la
figura del Inca Garcilaso de la
Vega , hijo de un capitán español, de origen noble y de una
gran princesa incaica; educado por sus tíos en el idioma de los quechuas
durante su infancia y aprestado como adulto en el idioma de los castellanos. En
suma, un arquetipo demasiado simétrico para ser una rotunda realidad. Creo, en
verdad, que hay un Garcilaso previo, perteneciente, si ustedes quieren, al
mundo prehispánico y el otro que lo sigue, aquel que queda para la posteridad:
ese Garcilaso joven, adulto y viejo que vive, sufre, ama y muere en España; que
escribe y piensa en lengua castellana; y que, si bien dedica la mayor parte de
su obra a la historia de los antiguos peruanos, no la hace para los antiguos
peruano, sino, obviamente, para el público español. Su historia puede ser, a no
dudarlo, sincera, veraz y motivada, pero es una historia en traducción (no me
refiero al idioma). Él traduce para sus interlocutores europeos. Por esa razón,
tenemos una imagen escolar del llamado Imperio de los Incas; imagen que, dicho
sea de paso, los estudios más modernos ponen en franca duda, por decir lo
menos. Así su historia está poblada de emperadores y reyes, de príncipes y
princesas, de generales y cortesanos; asimismo, todos los usos y maneras de las
jerarquías europeas se dan cita en su obra; en fin, Garcilaso da una versión
traducida, adaptada a las necesidades de su público y su tiempo. Por ahí va, de
algún modo, mi idea de mestizaje al referirme a la gastronomía. Es la capacidad
de traducción, de adaptación, de cruce y asimilación de nuestra gran cocina; no
exactamente una síntesis, de igual a igual, entre lo precolombino y lo europeo.
No niego que los
antiguos peruanos se alimentaban correctamente antes de la llegada de los españoles.
No hay más que recordar, cosa que hacemos una y mil veces, los aportes de
América al planeta: el maíz, la papa, el ají, el tomate, el cacao; también el
pavo y una infinita variedad de frutas que van desde la palta hasta la
chirimoya, aunque no todas esas maravillas, por desgracia, conformaban la dieta
del antiguo peruano común y silvestre. Esos, y algunos otros, son los aportes
reconocidos; es decir, los que existen en las mesas y en las cocinas de la
realidad universal. Hay, además, una enorme variedad de ingredientes, más que
de platos: la oca, el tarwi, la quinua o la kiwicha, por ejemplo, que
pertenecen a los usos regionales, en ocasiones muy restringidos y que, con
demasiada frecuencia, se encuentran en abandono o simplemente en vías de extinción.
Hay excelentes
trabajos sobre la dieta precolombina. A vuelo de pájaro recuerdo los de
Santiago Antúnez de Mayolo, Fernando Cabieses, Róger Ravínez. Todos insisten, a
su manera, en lo mismo: los antiguos peruanos estaban bien alimentados. Me
imagino que sí; pero, a mi buen ver y entender, en la mayoría de los casos,
estamos frente a tratados de nutrición sabios en los contenidos de calorías,
carbohidratos, lípidos y proteínas; duchos en inacabables listados de
tubérculos y granos, de granos y tubérculos que mi deformado paladar de fines
del siglo XX desconoce o cuyos sabores, valga la franqueza, no puedo
diferenciar. En cualquier caso, lo que ahora me interesa es el tema de la
comida y no, precisamente, el de las materias primas; y, menos todavía, si a
estas alturas, salvo insignes excepciones, ya no son ni siquiera ingredientes
de algún platillo nacional.
Creo que de las
predilecciones de los antiguos aún campean las humitas y los tamales (igual que
en México y en América Central); asimismo, una cierta variedad de potajes
llamados chupes, que nada tienen que ver con aquel que casi todos reconocen a
base de huevos y leche. También habría que dar vueltas a los charquis de la
sierra sur y las cecinas del norte; a las salsas o zarzas varias, a las hierbas,
como el verde paico de Cajamarca o, quizás, al indigesto huacatay; también a
los picantes y todos aquellos preparados en donde los tubérculos se dan la mano
con el ají —su majestad el ají— que otorga un aire de familia a todos los
sabores de esta gran región. Tal vez la oferta más suntuosa que ha llegado
hasta nuestros días es la pachamanca —al menos en su estilo de cocimiento: un
gran pozo de piedras ardientes, algo de guanaco y gallareta y sus altas
presencias vegetales—, puesto que, desgraciadamente, habría que imaginarse, y
es difícil, una pachamanca sin pollos ni chanchos ni vacas ni cabritos ni
corderos, animalitos de Dios que llegaron con los españoles.
El Océano
Pacífico, más bien, siempre estuvo en su sitio y siempre generoso. Me parece
que, en esa medida, más allá de la anécdota de los chasquis y esos pescados
frescos que llegaban hasta el Inca en el Cusco, los costeños prehispánicos
deben haberse regalado con peces, mariscos y caracoles. Los mochicas
seguramente comían (como los japoneses, los polinesios o muchos otros pueblos
del Pacífico) pescado muy fresco y crudo —en este caso sazonado con ají o algún
tipo de tumbo agrio—, origen de nuestro cebiche, plato popular, incluso en
vastas zonas de la sierra y de la selva, que es casi, como el himno o la
bandera, un símbolo nacional y que, por supuesto, también se debe al mestizaje.
Para el cebiche de nuestros días, amén del pescado y del ají (ají limo, de
preferencia), son imprescindibles el limón, venido del África a través de
España, y la cebolla, que viene del Mediterráneo. Entre los agregados, el
asunto termina en franco empate: el camote es local y la lechuga foránea; el
ajo es foráneo y el choclo local.
La cocina peruana
actual es, en buena medida, el triunfo del océano. Los platos hechos a base de
pescado y los frutos de mar superan, sin apuro, la centena. Lenguados y
corvinas de carne blanca y firme; bonitos, pejerreyes y cojinovas; pulpos y
calamares; erizos, langostinos, conchas y almejas se ofrecen, no bien salidos
de las aguas, en forma de cebiche. Dentro de las presentaciones que se apartan
del crudo, hay que tomar en cuenta, además, cangrejos, langostas, pez espadas,
choros, almejas, chanques, machas, yuyos, rayas y tortugas de mar.
Con la conquista
española, nunca está demás aclararlo, también se establece en nuestras tierras
la presencia de otros mundos. España es, al fin y al cabo, el resultado de
múltiples mestizajes y comercios, un símbolo de todo lo que viene de ultramar.
Con la conquista llegan, al mismo tiempo, los griegos, los latinos, los celtas,
los fenicios, los árabes, los moros, los visigodos, los judíos, los del Asia
lejana, los del África negra y el resto de los pueblos europeos.
El
mestizaje gastronómico no se reduce al intercambio de los frutos de la tierra.
Con Occidente aparecen múltiples maneras de preparar los alimentos: la fritura,
el asado o el horneado, desconocidos en América o, en cualquier caso, en lo que
ahora llamamos Perú. Asimismo, la introducción de animales de carne roja y aves
de corral, junto con los pescados ya existentes, determina el concepto que
pobres o ricos (sea lomo o mondongo) tenemos de la comida hoy en día. En otras
palabras, algún tipo de presa animal, por más esmirriada que sea, se convierte,
inevitablemente, en el meollo de la preparación; por eso, las ensaladas se
convierten en damas de compañía y la Ocopa de Arequipa y los puka-picantes
ayacuchanos, hechos a base de tubérculos y salsas, asumen el modesto rol de
entradas; por eso, también, las papas cocidas o fritas son apenas la guarnición
de la res en el seco y el lomo saltado. Es cierto que en el mundo prehispánico
hubo alguna frecuentación de aves y mamíferos, pero fue bastante reducida y, de
ningún modo, formaba parte de la dieta principal. Muchos más platos de los que
ustedes se imaginan —condimentos más, condimentos menos, que, a la corta y a la
larga, marcan la diferencia— vienen casi directos de los fogones españoles del
siglo XVI; desde su majestad el sancochado, una leve variante del puchero,
hasta la poderosa parihuela, sin ir muy lejos. Está demás decir que un arroz
con pato es inconcebible sin el pato, el culantro y el arroz o que un cabrito a
la norteña no se puede pensar ni saborear sin el cabrito en cuestión. Los
adobos o chicharrones que se enseñorean en el sur andino corren la misma
suerte. No se trata tan sólo de los ingredientes fundamentales, que ya sería
bastante, si no de la misma preparación.
Está claro que la
primera y principal influencia es la española. Los peninsulares, una vez
llegados al nuevo mundo, si bien se interesan por la naturaleza que descubren a
su paso, extrañan, como es comprensible, su comida; y, desde muy temprano,
siembran los vegetales y crían los animales que les son propios. Ya en el siglo
XVII, en la costa y parte de la sierra, sus productos agrícolas ocupan el mismo
espacio que el que ocupa el pan llevar nativo y, muy pronto —sin hablar del
algodón o de los eucaliptos, que no son comestibles— con la caña, el trigo, la
vid, los olivares, las hortalizas y los frutales, fueron mayoritarios en las tierras
que llegan hasta los tres mil metros de altura. El proceso de expansión de las
aves de corral y los ganados fue todavía más veloz y, ya en nuestro siglo, la
trucha europea ha puesto al borde de la desaparición a los peces que en la
antigüedad poblaban los remansos, las lagunas y los lagos.
Al
mismo tiempo, así como ocurrió con el prestigio de la palabra escrita y con el
cristianismo venidos de ultramar, los locales terminaron poco a poco, por
obligación o ganas, sucumbiendo ante el prestigio de alimentos por entonces
exóticos; al fin y al cabo, la cocina es también, a la larga, un fenómeno del
espíritu, igual —digamos casi igual— que el de las letras o el de la religión.
Así,
durante los cuatro siglos de mezcla y convivencia se creó toda una culinaria
sobre la base original, más bien castellana, y el aporte precolombino. Me da la
impresión de que, amén de las papas, los maíces, las paltas, los tomates, tal
vez el cuy y algunas carne de caza y monte, son los aderezos y sazones de esta
parte del mundo los que van a dar a la comida peruana y criolla —en ese
criollismo incluyo al mundo andino— ese toque, en muchos de los casos
profundamente original; sabores que los españoles de América, afincados ya en
estas tierras, acabarán por asumir diferenciándose para siempre de los
españoles de España.
Otra
influencia, aunque tardía y no tan evidente, es la francesa. Ligada sobre todo
a las élites políticas y culturales de principios del siglo XIX, tiene mucho
que ver con la presencia de la masonería y la ilustración. De hecho, la
influencia de la gastronomía francesa se afirma con la Independencia.
Nuestros próceres y libertadores, aparte de guerrear contra
los españoles, manifiestan un cierto rechazo, por lo menos de labios para
afuera, a sus usos culinarios llamados despectivamente platos de godos
mientras que, curiosamente, al mismo tiempo, manifiestan su desdén hacia las
comidas de indios, mestizos y criollos, es decir ellos mismos, ya para entonces
en mucho identificadas con el comer de los peninsulares. No hay más que ver las
cartas del menú de los banquetes ofrecidos a Lord Cochrane, San Martín o
Bolívar, por mencionar algunos. Escritas casi siempre en francés o en algo que
se le aproxima, van las listas con varios servicios de entremeses, entradas,
potajes, asados, postres y vinos en el mejor orden de París. Claro que esta
comida no tuvo una presencia mayoritaria, pero alimentó el gusto y algún
esnobismo de ciertas castas republicanas a lo largo del siglo. En fin, cosas de
la cuisine, el chef y el cordón bleu.
Sin
embargo, Francia incorporó la mantequilla en ciertas frituras que hasta
entonces sólo sabían del grueso aceite de oliva; también algunas salsas a base
de crema, aligerando así las contundencias criollas de raíz indígena o
española. La coliflor en salsa blanca es un ejemplo corriente y, otros menos
corrientes, la corvina a la menier y el lenguado en mantequilla negra.
También de los franceses adaptamos los suflés y otro tipo de horneados,
sin mencionar el punto de fricasé, que es como llaman a los adobos caldudos en
Puno y en el altiplano boliviano. Más importante aún es el aporte de los
postres y la pastelería francesa. Salvo unas cuantas incursiones austriacas,
italianas y norteamericanas, los pasteles, como los conocemos hoy en día, son
réplicas o adaptaciones del inequívoco modelo francés.
Volviendo
al asunto de los republicanos afrancesados de la primera hora, creo que don
Manuel Atanasio Fuentes, alias El Murciélago, amerita una breve mención.
Este apreciable y versátil autor de mediados del XIX establecía, con mucha
sorna, la diferencia entre una gastronomía civilizada, a la francesa, y aquella
de los usuarios del picante, o sea la de sus compatriotas, tenidos por el
escritor poco menos que por gente salvaje. Todo ello, muy dentro del espíritu y
letra de los viajeros franceses del siglo pasado, que son quienes más
testimonios han dejado sobre la cocina o, mejor dicho, las cocinas del Perú. De
todos modos, y en medio de su tirria, debemos a Manuel Atanasio Fuentes la
primera receta escrita del cebiche, en la que, de paso, dice: “Sólo los celos
arrancan más lágrimas que el ají”. Por lo demás, la receta de Fuentes es casi
la misma que la de nuestros días sólo que, en lugar de echar mano al limón para
la maceración del pescado, él destaca el empleo de la naranja agria.
Aunque es
difícil, si no imposible, establecer un vínculo de continuidad con esa
irrupción de la comida francesa en el siglo pasado, en los últimos tiempos en
la ciudad de Lima ha florecido un conjunto selecto y breve de restaurantes franceses
de alta calidad, en los que no deja de estar del todo ausente esa peruana
capacidad de adaptación. Pero esa no es la historia que ahora nos ocupa.
La presencia
italiana, más bien, ha sido y es más notoria entre nosotros y también su
influencia en nuestras mesas. En la segunda mitad del XIX se inicia una ola de
inmigrantes italianos hacia el Perú —pequeña, es verdad, si la comparamos con
aquella que toca las costas de los países del Atlántico Sur— que no deja de
tener su importancia. A diferencia de los ingleses, entregados sobre todo a la
exportación mayor de lana y la especulación bancaria, los italianos, más
numerosos, se establecieron con acas y petacas en las más diversas actividades
laborales; muchas de ellas, al menos en principio, tenidas por menores. Se
dedicaron a la tierra y al comercio al menudeo. En las huertas costeñas,
principalmente en Tacna y en las que entonces existían en torno a Lima y al
puerto del Callao, cultivaron una serie de vegetales como el zapallito
italiano, la berenjena, la alcachofa o los espárragos, hasta ese momento
prácticamente desconocidos en este medio. Asimismo, se dedicaron a las hierbas
aromáticas y todo aquello que fuese menester para su reclamo gastronómico.
Aunque ya los españoles habían introducido, desde muy temprano, los viñedos y
los vinos, los italianos se dedicaron con ahínco renovado al cultivo de la vid.
También les debemos nuevas técnicas en la preparación de vinos y aguardientes
de uva o piscos, que vienen a ser primos hermanos de la itálica grappa,
aunque hay que reconocer que gran parte
de las cepas que dan origen a los actuales vinos del Perú vienen de Francia.
Asimismo, trabajaron como nadie los secretos de la harina de trigo. De ahí, las
espléndidas panaderías y su infinito repertorio de yemas, dorados y crocantes
que hasta ahora, con mayores o menores calidades, se conservan. Además, también
viene con ellos la idea de que el pan —a diferencia del ázimo español casi sin
levadura o sea el pan común de nuestra
sierra— debe hornearse en tres tandas por jornada. Es decir, el pan caliente de
todos los días. También aportan las pizzas, en su forma original, y las
encebolladas fugazas, y
con ellas aparecen, qué duda cabe, mil y una de las pastas comestibles; desde
las más sofisticadas, como los tortellini o los canelones, hasta los
elementales fideos de diverso tipo y condición.
Muchos de los
platos que han sido plenamente incorporados a nuestro diario trajín tienen
origen italiano. Sin embargo, ¿quién piensa en Italia frente a un mondonguito a
la italiana o unos modestos tallarines? La técnica del escabeche o encurtidos
también no viene del Mar Mediterráneo. Verbigracia, el criollísimo escabeche de
pescado y, grandes aficionados a la pesca y a la elaboración de productos de
mar, nos legan el muschiame —hoy prohibido en aras de la conservación de
los delfines y los lobos de mar—, las conchitas a la parmesana y una serie de
maneras de tratar los pulpos, los calamares y las potas.
Mención aparte
merecen las bodegas, o trattorías, donde se conjugan sabiamente los
espacios para un almacén al menudeo y las mesas del pequeño restaurante, el
cafetín y el bar. Sean ejemplo todavía el Cordano, el Queirolo o Cúneo y
Bandirola. Otro ambiente para la sociabilidad de la gastronomía son los
jardines-recreos, lugares para toda la familia, con su cancha de bochas y el
infaltable juego de sapo, invento puramente nacional.
La
inmensa mayoría de la inmigración italiana vino de la región de Liguria. Aún
resuenan en nuestros oídos las localidades de La Sepezia , Chiavari, Rapallo,
Portofino y, sobre todo Génova, puerto mayor y capital. Eso explica muchas de
nuestras preferencias. Yo recuerdo, en mis correrías en Roma o en Florencia,
haber pedido un plato de menestrón. Para mi sorpresa, el caldo era de
transparencias más bien rojizas, y es que aquí estamos acostumbrados al verde
de la albahaca, que es la base de la salsa al pesto de los ligurinos. De
la misma manera, entre nosotros se ha extendido el gusto por los tallarines en
salsa verde; es decir, al pesto.
Hace
cosa de un siglo arribaron al Perú las inmigraciones provenientes de la China y el Japón. Los chinos
llegaron como braceros para trabajar en las haciendas de la costa, deficitarias
en mano de obra una vez desaparecida la esclavitud. Timados por los tratantes
de coolíes y, dada la oceánica distancia y los contratos leoninos,
desprotegidos por su gobierno, su triste condición fue la de siervos. Los
chinos se dedicaron primero a las necesidades de su propia alimentación en las
haciendas, dedicadas en buena parte al cultivo del arroz. Además, para
redondear su modesta dieta, cultivaron por su cuenta vegetales como el culantao
o vainita china, la soya o frejolito chino, el pacchoy o col china, la
cebolleta o cebollita china y el kion, que no es otra cosa que el jengibre. Luego,
poco a poco, fueron librándose de la servidumbre y establecieron unas pequeñas
fondas en algunas ciudades de la costa. En esos locales, malsanos y miserables
ante los ojos de los criollos, la comida era más barata aún que la comida más
barata de las picanterías. En Lima, se agruparon en torno al Mercado Central,
dando nacimiento al barrio de Capón o Barrio Chino.
Hoy
en día, casi nadie puede concebir, si exceptuamos los pueblos más apartados de
los Andes, una dieta peruana sin la presencia de los restaurantes chinos
llamados chifas. Son parte de nuestra vida cotidiana y están en todas las
esquinas. Los hay humildes, barriales, mesocráticos, como, también, de un lujo
realmente asiático. Su oferta culinaria va desde la más elemental hasta,
pasando por diversos calibres, llegar a refinamientos insospechados por tirios
y troyanos. Tradicionalmente, la comida predominante es al uso de Cantón,
tierra de donde vino la gran mayoría de la inmigración. Sin embargo, en los
últimos tiempos, el abanico se ha abierto a las especialidades de Sechúan,
Shangai, Hunán y Pekín. En algunos casos, normalmente en chifas más económicos, los platos han
terminado por acriollarse, pero, por regla general y pese a las mitologías
existentes, la comida es definitivamente auténtica. El arroz chaufa, por
ejemplo, no es, como muchos sospechan, un invento criollo, aunque, por
supuesto, nunca faltan las mescolanzas de rigor. En general, yo lo he comido,
bajo el nombre de arroz frito o arroz cantonés, en más de veinte ciudades del
planeta y el platillo en cuestión, cebollita china más, cebollita china menos,
es el mismo en cualquier latitud. Por lo demás, preparaciones como este mismo
arroz o los tallarines saltados han quedado incorporadas, para siempre, a la
dieta criolla cotidiana.
Los
japoneses vinieron en su gran mayoría del archipiélago de Okinawa y, a
diferencia de los chinos, en otra condición. También establecidos en la costa,
se dedicaron originalmente al cultivo de flores, hortalizas y a la crianza de
aves de corral y, aunque a nivel familiar mantenían la cocina de sus ancestros,
no abrieron restaurantes propiamente japoneses. La aparición de los mismos es
cosa de los últimos años. Todavía son escasos y, más bien, selectivos y caros.
El
principal aporte, en cambio, se lo debemos a la culinaria niséi o nikkéi; una
típica presencia mestiza, en la que las sabidurías y artes del Japón se ligaron
con la comida criolla ya existente, sobre todo en el trato de los productos del
mar. Pueblo marino por excelencia, encontró su paraíso a las orillas del
Pacífico Sur. Son muchas las calidades de la gastronomía nikkei. Creo que el
máximo aporte, de unos años a esta parte, es el famoso tiradito —casi tan
popular como el mismísimo cebiche—, del que se diría que es una variante si no
fuese porque es, al mismo tiempo, variante del sashimi japonés.
Tengo la impresión de que se han exagerado
las excelencias del aporte negro africano. En realidad, los negros —cazados
como animales en las costas de África Occidental— llegan hace unos cuatro
siglos en calidad de esclavos. En esas circunstancias, no son poseedores,
propiamente hablando, de una cultura gastronómica y, más bien, son un apéndice
del mundo español: esclavos agrícolas o esclavos del servicio doméstico se van
a constituir en un reflejo, en versión absolutamente de privada (sic), del
patrimonio de sus amos.
Tal vez podríamos hablar de cierto aporte;
algo así como hacer de piedras pan o el ingenio de la pobreza. Parece que a la
presencia negra debemos, por ejemplo, los peruanísimos anticuchos; no el método
culinario, claro está, puesto que aquello de pinchar trozos de carne y cocerlos
a las brasas viene, a través de los europeos, de las gastronomías moras y
orientales. El aporte negro está en el empleo de la carne de corazón, víscera
desechada en los platos de los señores. De la misma manera, ese rescate de las
sobras y achuras, que pocos codiciaban, dio lugar a los choncholíes, chanfainas
y fritangas. Es el ingenio de pobreza que, a fin y al cabo, también nos llena
la vida de sabores.
Last but no less. La comida chatarra, o fast food,
norteamericana ha terminado por sentar sus reales en este reino; sobre todo
entre la juventud. Los hot-dogs, las hamburguesas, los pollos de
plástico y las pizzas en serie son parte inevitable de nuestras vidas. Total,
también esas cadenas de comida chatarra se han extendido como hongos en París o
en Pekín y creo que no ofenden a nadie. La chatarra es barata y democrática
como los jeans; es un mundo paralelo que, hasta donde sé, no pretende
lauros gastronómicos y que, en algunas penosas circunstancias, no deja de tener
su gracia. Dicho sea de paso y hablando de gracias, los peruanos, con esa cosa
llamada salchipapas, han puesto en el género chatarra su nota original.
Quisiera dejar en claro que esta suerte de comida de ningún modo representa en
exclusiva a la cocina norteamericana que, prejuicios aparte, también tiene lo
suyo. En los Estados Unidos, como aquí, la comida chatarra es, simple y
llanamente, comida chatarra. Mala, barata y popular.
Bueno, hemos terminado por recorrer,
aunque sea a trompicones, la pequeña gran historia de las adaptaciones y
creaciones culinarias del mestizo Perú.
Tomado de El Perú en los albores del siglo XXI.
Ciclo de conferencias 1996/1997. Lima,
Fondo Editorial del Congreso de la
República , 2000.
Trabajo: Responder de acuerdo al texto.
Presentar en hoja rayada y escrito a mano. Debe ser revisado; tanto el contenido como la ortografía. (Máx. 5
ptos.)
Lectura N° 1 “Cocina y mestizaje en el
Perú”
1.Elabore preguntas con las
interrogantes dadas: ¿Qué?-¿cuál?-¿Dónde?-¿Cómo?-¿Por qué?
2.Resalte cinco palabras claves y
elabore un nuevo texto a su estilo.
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